La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







lunes, 22 de abril de 2013

Crónica n° 86: ¿Quién mató a la princesa Alexandra? (abril 2013)


     A principios de los años ‘70, en la casa de mi abuelo materno, sobre una mesa resguardada por una cubierta de felpa color vino tinto que olía a décadas pretéritas, había una pila de revistas viejas. Cuando digo viejas, me refiero a revistas de 1968 y 1969. En realidad, había muchas otras cosas sobre esa mesa, pero para mí insaciable sed de lector precoz ese material poseía un atractivo inconmensurable, y era lo que más llamaba mi atención. Había, sobre todo, ejemplares de Gente y Siete Días, pero también algunos de Primera Plana, Así y Vosotras. Vaya uno a saber por qué razón permanecían ahí después de tres o cuatro años. Mi abuelo era –para beneplácito de mi exacerbada curiosidad- una persona que gustaba de acumular objetos y papeles; de manera que es muy probable que incluso él mismo hubiese olvidado ya el propósito perseguido al decidir conservarlas.

       Son muchos los artículos e imágenes que recuerdo de aquellas apasionantes lecturas. Gracias a una cobertura especial incluída en un ejemplar de Siete Días, por ejemplo, supe lo que había sido el Cordobazo (al menos, en su versión de crónica policial). De una revista Gente me quedó grabada una ilustración de El Eternauta (en la versión dibujada por Breccia), más específicamente la escena de las naves invasoras sobrevolando el estadio de River. A través de otra revista Gente, dedicada al casamiento de Jacqueline Bouvier con Onassis, conocí la historia del asesinato de John Kennedy y se instaló en mí para siempre una de las imágenes que más me ha impactado en la vida: no la foto en que JFK ya ha recibido el disparo, sino la otra, la más terrible, esa en que se lo ve saludando sonriente a la multitud con la inocencia escalofriante de quien ignora que está a segundos de morir.

       Pues bien, en una de esas revistas –estoy casi seguro de que era una Vosotras- me topé con un relato de intrigas palaciegas llamado “¿Quién mató a la princesa Alexandra?”. Para ser más preciso, me topé sólo con un capítulo del mismo, ya que se trataba de una historia por entregas. Lo que tenía de particular aquel relato era que su publicación estaba enmarcada en un concurso organizado por la revista. En efecto, los lectores debían deducir quién era el asesino y enviar por carta un cupón con la respuesta. Luego de la última entrega, se sortearía un premio entre los sagaces participantes que hubiesen descifrado el enigma. De más está decir que me hubiese encantado poder desentrañar el misterio que encerraba la historia, aun cuando mi intervención en el concurso no fuera ya posible. Sucedió, sin embargo, que mis ansias naufragaron en una insalvable limitación: por más que busqué y rebusqué en aquel montón de revistas, no pude hallar ningún capítulo previo o posterior al que había leído y, por lo tanto, mi carrera de investigador privado quedó trunca antes de nacer.

        ¿Por qué recuerdo tanto todo esto? Porque la lectura de ese relato policial provocó la primera reflexión de mi vida sobre el arte de escribir. La cosa fue así: en un momento determinado, el detective increpa a un personaje llamado Sartoris (creo que era el jardinero), lo derriba de un puñetazo, se arroja sobre él y, tomándolo del cuello con rudeza, le formula amenazante su exigencia: “Dime quién mató a la princesa Alexandra”. Y ahí nomás, el autor (o la autora) dejaba asentada una frase formidable:

    -Sí, sí- dijo Sartoris, y dio el nombre pedido.

     Me sentí indignado y perplejo. Supongo que retrocedí un renglón para releerla. “Sí, sí- dijo Sartoris, y dio el nombre pedido”. Era increíble; uno de los personajes acababa de revelarle al otro el secreto esencial de la historia delante de mis narices y yo no había podido enterarme de nada. En ese momento no lo supe, pero otros misterios, no menos fascinantes, comenzaban a develarse frente a mí con esa frase: los de la creación literaria. Fue una iluminación que no anuló mi contrariedad infantil pero contribuyó a redimirla con una dosis de asombro. De forma más emotiva que intelectual, por supuesto, caí en la cuenta de que un texto literario no era sólo una acumulación interesante de palabras, sino que había alguien detrás que movía, como un titiritero, los hilos de la trama para cautivar al lector. Tenía 7 u 8 años y era la primera vez que reparaba en la sombra de esa mano detrás de las palabras. “Sí, sí- dijo Sartoris, y dio el nombre pedido”. Estaba claro: al igual que los prestidigitadores, también los escritores sabían ocultar cosas. Los escritores utilizaban trucos y yo acababa de detectar uno de ellos.

      El tiempo disolvió el rastro de aquella revista y, salvo contadísimas excepciones, también el de todos los otros objetos y papeles que había en la casa de mi abuelo. He consultado Internet en busca de un improbable reencuentro con aquel histórico fragmento pero no he tenido éxito. Quizás sea mejor así, para evitar las decepciones que la mirada adulta suele inocularle a las sensaciones de la infancia. Aunque eso me condene a  ignorar para siempre quién mató a la princesa Alexandra.

 

miércoles, 3 de abril de 2013

Crónica n° 85: La buena gente (marzo 2013)


Tengo amigos que se emocionaron hasta las lágrimas cuando se conoció la identidad del nuevo Papa. Tengo amigos que, la semana anterior, se entristecieron profundamente al conocer la noticia de la muerte de Hugo Chávez. Tengo amigos que no soportan a la Presidenta ni a nada que huela a kirchnerismo. Tengo amigos que concurren a los actos del oficialismo, orgullosos de festejar por las calles cada logro del gobierno nacional. Tengo amigos que practican el cristianismo con sincera devoción y colaboran en forma activa con su parroquia. Tengo amigos recalcitrantemente ateos que son, además, furibundos anticlericales. Tengo amigos que simpatizan con valores tradicionalmente identificados con la derecha. Tengo amigos que militan en partidos y agrupaciones de izquierda. Puedo tener con cada uno de ellos mayor o menor afinidad ideológica, puedo –por exceso o por defecto- no compartir algunos o varios de sus puntos de vista, puede ocurrir (y de hecho, ocurre con frecuencia) que cuando se manifiestan en la calle o en las urnas los grandes temas del país y de la condición humana estemos parados en veredas opuestas. Sin embargo, estas discordancias no impiden que a todos ellos los considere buena gente (lo cual es lógico, porque sino no podrían ser mis amigos). ¿En qué sentido digo buena gente? En el sentido de que, aun con sus defectos a cuestas, todos ellos son básicamente honrados,  trabajadores, responsables. Uno nunca los va a encontrar metidos en chanchullos o asuntos vidriosos. Son gente dispuesta a dar una mano y a hacer favores sin pedir nada a cambio, gente que no usa a los otros, gente que elige a diario no complicarle la vida a los demás. Son personas confiables: puedo darles la espalda sin temer la cuchillada artera o la maledicencia. Que no parezca poco todo esto en los días que corren.

Lo curioso –y he aquí la gran paradoja que me llena de perplejidad- es que sería totalmente inviable sentarlos juntos a la misma mesa. Hacerlo implicaría abrir las puertas a una feroz balacera dialéctica que dejaría un tendal de ofuscados y ofendidos. Aquello que los diferencia ocuparía el primer plano de la escena y toda posible relación entre ellos naufragaría sin remedio en un océano de antinomias insalvables. Enfocados en mensurar sus  respectivas incompatibilidades, perderían de vista las cualidades humanas que los igualan, lo cual me parece no sólo una injusticia, sino también y sobre todo un auténtico desperdicio. Porque no son las eventuales discusiones el problema (al fin y al cabo, son gente grande y pueden defenderse solos). Lo que en verdad me aflige es que ese reduccionismo sin matices les impediría  reconocerse entre sí como buena gente.  

Seguramente, no faltaría quien, todavía enardecido por el fragor del tiroteo verbal suscitado, afirmara que hay estafadores simpatiquísimos, genocidas que juegan a la pelota con sus nietos, explotadores redivertidos en los asados, mafiosos siempre dispuestos a ayudar a sus sobrinos, y no por eso adquieren el carnet de buena gente frente al resto de los mortales, que no sólo quedan excluidos de su faceta bienhechora sino que, muy por el contrario, sufren las consecuencias perniciosas de sus otros actos. Ya lo sé, pero está claro que, por las razones apuntadas más arriba, casos extremos como estos no pueden aplicarse por analogía a mis amigos. Que no serán héroes inmaculados, pero tampoco son una sartenada de cretinos.

Imagino que tampoco faltarían quienes, con el lanzallamas todavía  humeante, me reprocharían el hecho de considerar buena gente a alguien que apoya tal o cual causa, o a alguien que está en contra de tal o cual otra. A lo cual yo contestaría: ¿y por qué no? Nunca he entendido ni compartido ese criterio dogmático tan arraigado según el cual todos los que enarbolan la misma bandera que uno son necesariamente buenos y los que enarbolan otra son necesariamente malos. Tengo, por supuesto, mis preferencias ideológicas y –como a todos- me disgusta que alguien venga a cuestionarlas. Pero el concepto (o el preconcepto) que me merecen las posturas filosóficas ajenas que no comparto no me inhibe para reconocer la eventual nobleza de quienes las sostienen. Cada persona es una entidad compleja, compuesta de facetas diversas, a veces contradictorias. Nada obsta, me parece, a que en un saludable ejercicio de tolerancia -¿cómo llamarlo: transversalidad ideológica, transideología?- las personas encuentren puntos de contacto sobre los cuales edificar una interacción constructiva o, al menos, armoniosa.

Si a esta altura quedara todavía alguien sentado a la mesa después de la reyerta, probablemente me preguntaría alarmado si acaso estoy insinuando que la ideología de una persona no es tan importante como tendemos a creer (como no lo son, tampoco -o como no deberían serlo- su raza, su nacionalidad o su orientación sexual). Tendría que aclarar entonces que el perfil ideológico sí me parece sumamente relevante pero que no es tan decisivo como su perfil ético. Digámoslo con una alegoría futbolera, a ver si se entiende la idea: el hecho de que un barrabrava de Colón y yo gritemos los goles del mismo equipo no significa que yo sienta, a nivel humano, más empatía con él que con un pacífico hincha de Unión. De este último podría hacerme amigo a pesar de la rivalidad deportiva; del primero no, a pesar de nuestras coincidencias en ese sentido. Bueno, del mismo modo, es mucho más factible que me sienta cómodo tomando un café con alguien honesto que piensa distinto a mí, que con un tránsfuga que circunstancialmente ha votado al mismo candidato que yo. Quizá con el primero no pueda desarrollar una corriente de afecto, es cierto, pero lo voy a respetar. Con el segundo, en cambio, serían tan imposibles el afecto como el respeto.

Tengo amigos muy diversos entre si y celebró esa diversidad. Estaría bueno que fueran amigos también entre ellos, pero la amistad por carácter transitivo no existe. “El amigo de mi amigo es mi amigo” será una fórmula muy eficaz para recordar cierta regla matemática de las ecuaciones pero resulta inaplicable en la vida práctica. No pretendo tanto. Lo que sí me gustaría es que mis amigos pudiesen verse mutuamente como yo los veo, así, tan buena gente. Sí lo hicieran, se darían cuenta de que -al menos desde cierto punto de vista- estamos todos alineados en el mismo bando. Pero al parecer no pueden, y es una pena. Con tanta mala gente deambulando como plaga por el mundo, es una pena que no puedan. Una verdadera pena.