La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







viernes, 22 de febrero de 2008

Crónica nº 1: La dictadura de la alegría (marzo 2001)

Los medios masivos de comunicación -especialmente la TV- nos bombardean a diario con abundantes consignas de sabor light que, amparadas en un optimismo insustancial que exige tener "buena onda", sólo sirven para apuntalar el imperio del facilismo, la estupidez y el éxito individual a cualquier precio. ¿Para qué estudiar, si desafinando gansadas se puede ser famoso? ¿Para qué dedicarse al arte o a la investigación científica, si manejando a los gritos un vocabulario compuesto por sólo una docena de palabras se puede ser un exitoso conductor televisivo? ¿Para qué buscar la excelencia, si alcanza con dejarse humillar alegremente delante de una cámara para ganarse una 4 x 4? ¿Para qué preocuparse solidariamente por el prójimo, si es más entretenido tomarle el pelo frente a millones de espectadores? Lo importante -nos venden como verdad única y suprema- es pasarla bien; el resto no cuenta. Nada se toma en serio; lo que no es divertido no sirve. Reflexionar, ser profundo, intentar romper el monopolio de la trivialidad, está mal visto, es cosa de "mala onda" y eso, para este fundamentalismo pasatista que se ha instalado en la Argentina, constituye un pecado imperdonable. (Piénsese, sino, que el principal debate previo a las últimas elecciones presidenciales tuvo como eje discernir si uno de los candidatos era aburrido o no).

Todo totalitarismo -y esta tiranía mediática lo es- tiene la aspiración de imponer una determinada interpretación de la realidad como única verdad posible; por lo tanto, busca desarticular todas aquellas visiones del mundo que puedan cuestionar sus dogmas. Por ende, todo individuo que se empeñe en atentar contra esta ilusión de uniformidad ideológica es considerado un enemigo del sistema. Sin embargo, en esta dictadura de la alegría -salvo deshonrosas excepciones- a nadie se le ocurriría apelar a la alternativa de eliminar a los ideólogos del disenso. ¿Para qué, si el recurso propagandístico demostró ser mucho más eficaz, y encima, menos cruento? Lo que pasa es que se ha reemplazado la figura del cuco por la del hazmerreír. En otras épocas, se descalificaba al portador del disenso endilgándole rótulos de temibles resonancias que, si bien lograban su propósito de "espantar a la burguesía", al menos le reconocían una entidad, una peligrosidad potencial; así, los "enemigos" del sistema eran terroristas, subversivos. Ahora, en cambio, quienes apuestan a encarar la vida de otra forma distinta a la "oficial" son tildados de densos, aburridos o amargos, y se los ridiculiza en forma cada vez más cínica y explícita. Adviértase la notable eficacia de esta posmoderna vuelta de tuerca, porque ¿qué peligro puede encerrar un enemigo que en vez de miedo inspira burla? ¿Cuántas adhesiones puede recoger un aguafiestas? El que disiente, el disconforme, queda así colocado en una situación más que incómoda. En el reinado del marketing, donde todo pasa por seducir a la opinión pública, nadie quiere jugar el rol del antipático. ¿Qué otra razón, sino, lleva a que el público devuelva con una sonrisa beatífica el bochorno al que, cámaras ocultas mediante, se lo expone en nombre de la Gran Diversión Nacional? ¿Qué otra razón, sino, mueve a los personajes de la farándula y la política a soportar estoicamente y sin chistar las chanzas de noteros que la van de "transgresores"? Nadie quiere pasar públicamente por amargo. Hay que exhibirse piola, vivo, zafado, despreocupado. Y si uno no lo es, habrá que fingir, habrá que posar. Ignotos y famosos por igual juegan, entonces, a mostrar sólo la faceta de la realidad -y de sí mismos- que los dictadores de la alegría quieren que se vea.

El problema, claro está, no está en el humor, ni en la risa, ni en la legítima aspiración humana de pasarla lo mejor posible sobre esta tierra (muy lejos se hallan estas líneas de pretender transformarse en un deplorable alegato contra la diversión o en una indefendible apología de la solemnidad). El problema es que la dictadura de la alegría se ríe de todo. El problema es que la dictadura de la alegría no trabaja para eliminar las fuentes de la angustia, sino para disimular sus manifestaciones. Si el barco se está hundiendo, que no se note. Pum para arriba, y que siga la fiesta virtual.

No tiene nada de malo cantar que "la vida es un carnaval". Lo erróneo, lo egoísta, lo suicida, es la irresponsable ligereza de creérselo al pie de la letra.