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vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







jueves, 20 de marzo de 2008

Crónica nº 12: De las dificultades para escribir boleros cuando se es una persona relativa (noviembre 2005)

miente /
como mienten /
todos los boleros

Joaquín Sabina
"La canción de las noches perdidas"

A decir verdad, escribir canciones de amor no es demasiado difícil. Al margen de las complejidades que pueda generar el ajuste de la letra a la música, o la correcta utilización de las reglas gramaticales (y esto último, hasta por ahí nomás), el secreto del asunto consiste en que el autor vuelque sus sentimientos en alguno de estos moldes preeestablecidos, a saber:
a) te quiero, te tengo y soy feliz
b) te quiero, no te tengo, y soy feliz porque sé que voy a tenerte
c) te quiero, no te tengo y sufro porque no sé si voy a tenerte
d) te quiero, no te tengo y sufro porque vos no me querés
e) te quiero, alguna vez te tuve y sufro porque ya no te tengo
f) ya no te quiero

Por supuesto, los resultados de la experiencia artística variarán según el talento del creador. Convengamos que hay un abismo entre escuchar a Serrat ensalzando a Lucía y escuchar a Los Auténticos Decadentes acosando a Raquel. O entre la sutileza de Pablo Milanés al momento de eternizar a Yolanda, y la amenaza caníbal proferida por Los Nocheros cuando anuncian "voy a comerte el corazón a besos" (dicho sea de paso, qué sublime sarcasmo sería escuchar alguna vez esta canción integrando la banda de sonido de alguna película de la saga de Hannibal Lecter...).

Sin embargo, más allá de estas variaciones estéticas, hay un elemento esencial del cual una canción de amor no puede prescindir, a riesgo de perder su esencia y encanto: se trata de la enunciación de los sentimientos de su autor en términos absolutos. La ortodoxia romántica excluye la duda, la ambigüedad, la tibieza. La aceptación de una canción de amor como tal depende precisamente de lo contrario: de la exaltación de lo imposible, de la exageración de lo posible. El cariño o el desprecio no admiten medias tintas; deben ser apasionados y contudentes. Los plazos no permiten retaceos: urgencia y eternidad son las consignas (¿en cuántas canciones se repite el verso "te amaré por siempre"?). Estar con el ser amado equivale al paraíso, al éxtasis, a "tocar el cielo con las manos". No tenerlo cerca, en cambio, o haberlo perdido, equivale al infierno, la desesperación, la muerte, a "me falta el aire si no estás". El vocabulario de las canciones de amor exige proliferación de "siempre", "nunca", "todo" y "nada". Lo gris no existe; es todo blanco o negro. Y este es un dogma que no soporta herejías.

Pues bien, frente a semejante panorama, ¿qué hacemos entonces los herejes? Es decir, las personas relativas. Es decir, aquellos individuos que creemos que la rica esencia del ser humano no radica tanto en los extremos sino en su casi infinita gama de términos medios. Aquellos sujetos -por lo general, bastante escépticos- en los que la racionalidad prima sobre las emociones (lo cual no significa que carezcamos de ellas). Aquellos que nos sentimos más atraídos por los laberintos de la incertidumbre que por el equívoco fulgor de las -posiblemente falsas- certezas. Aquellos que, al ser interrogados sobre cualquier cuestión, solemos iniciar nuestra respuesta con un lacónico "depende...". Aquellos que, por temperamento, convicción o experiencia, miramos las pasiones de reojo y con cierto recelo; tanto, que llegamos a padecer sentimientos de culpa si por descuido pronunciamos un "nunca" o un "siempre" con imperdonable ligereza. Siendo honestos, parece que no se puede escribir boleros cuando uno lleva en la sangre el incurable virus de la relatividad. Siendo honestos...

En una de sus canciones, Joaquín Sabina denuncia que todos los boleros mienten. Por cierto, no constituye ésta ninguna escandalosa revelación. Puestos a reflexionar un poco sobre el asunto, resulta fácil advertir que, indiferente por completo a los alardes de grandilocuencia perpetrados una y otra vez en las canciones de amor, la realidad se obstina en no querer adecuarse a los boleros. Los que se juraron amor eterno se separan. Los que sólo ansiaban las dulces caricias del ser amado pueden, años más tarde, terminar reclamando fieramente la mitad de los gananciales como si fueran un botín de guerra. Los que se sentían morir ante la ausencia del otro no tienen el menor empacho en reemplazarlo más velozmente de lo que hubiesen imaginado. ¡Si hasta Pablo Milanés se divorció de Yolanda! (y de las dos esposas que le sucedieron, también). Estrellados contra la experiencia concreta, los planteos amorosos absolutos terminan, entonces, desnudando su esencia de despropósitos. Y a eso, los relativos lo sabemos. No sólo que lo sabemos; es un dato que no podemos obviar.

Podríamos tender aquí un venenoso manto de sospecha y preguntarnos si los que escriben boleros son personas absolutas que están convencidas de lo que dicen, o si en realidad son individuos relativos que mienten descaradamente. Me inclino a pensar en la primera opción. Y no porque mi visión acerca de la ética humana sea candorosa (nada más lejano a mi pensamiento), sino porque me consta que los relativos nos llevamos muy mal con las mentiras. No nos salen, justamente por falta de convicción. Se nos nota la impostura, el exceso retórico, el fleco del disfraz. Los relativos no nos podemos engañar ni queriendo; ¿cómo podríamos engañar a otros, entonces?

De todos modos, en el fondo las dos opciones planteadas son irrelevantes. La clave de la cuestión no es la buena o mala fe de quienes construyen canciones con mentiras, sino la predisposición de quienes las escuchan a creer en lo que esas canciones dicen, la relación de complicidad que se establece entre quien miente y quien cree en la mentira (o al menos juega a creer en ella). En tal sentido hay, entre absolutos y relativos, la misma distancia que existe entre un creyente y un ateo. Tengo una amiga que, cada vez que me habla de su flamante novio me dice, extasiada, "esta vez estoy segura; es el amor de mi vida". Se lo he escuchado decir unas seis o siete veces en los últimos quince años. Pero, eso sí, cada vez que pronuncia las palabras mágicas, lo hace con una convicción inquebrantable. A mí, en cambio, su cíclica renovación de ilusiones me lleva a recordar ese melancólico dogma de la relatividad que escribió William Faulkner: "lo más triste del amor no es que no dure siempre, sino que la desesperación que produce se pueda olvidar tan pronto". Por supuesto, mi amiga -¿hace falta aclararlo?- es una absoluta que adora los boleros.

La ortodoxia romántica tiene buena prensa y es lógico: su atractivo inigualable consiste precisamente en ser agradable al oído. Pero, dado que la experiencia concreta de las relaciones amorosas transita por andariveles muy diferentes a los propugnados en las canciones, tomarse a éstas al pie de la letra conduce fatalmente a fuertes decepciones. Desde esta perspectiva, cabría conjeturar ¿por qué no escribir entonces boleros sinceros? ¿Por qué no promover que las canciones reflejen la realidad amorosa sin maquillarla? ¿Por qué no despojarlas de los deformantes ornamentos del romanticismo ortodoxo y limpiarlas de esas mentiras que denuncia Sabina? Explicitemos nuestras ambigüedades, confesemos nuestras dudas, enarbolemos sin vergüenza nuestra falta de certezas, expresemos nuestros miedos. Limitemos el margen de error en la interpretación de los discursos amorosos, derribemos esas promesas adocenadas, tan atractivas como imposibles de cumplir. Escribir canciones de amor relativas sería, sin duda, una importante contribución al mejoramiento de las relaciones interpersonales.
Ahí está, por ejemplo, Fritz Perls, mostrándonos el camino con su famosa "Oración gestáltica": "Yo hago lo que hago, tú haces lo que haces. No vine a este mundo a cumplir tus expectativas. Tú no viniste a este mundo a cumplir las mías. Yo soy yo. Tú eres tú. Si por suerte nos encontramos será maravilloso. Si no, no tiene remedio".

Me dirán que semejante declaración de principios es tan cálida como un cubito de hielo. Me dirán que cuesta imaginar a Luis Miguel entonando estas palabras frente a un enfervorizado auditorio femenino. Me dirán que los ideólogos de esta postura corren el riesgo de asemejarse peligrosamente a los Refutadores de Leyendas de los que habla Dolina. A todos estos atendibles argumentos opondré que, si las cosas estuvieran así de claras desde el primer momento, seguramente el índice de fracasos amorosos disminuiría en forma considerable.

Reconozco, eso sí, que difícilmente esta propuesta pueda llegar a gozar de gran popularidad. Las canciones de amor, tal como las conocemos, tienen un encanto irresistible. Aunque mientan. O quizás justamente por esa misma razón. Después de todo, esa añoranza de vivir en un mundo rosa regido por las letras de boleros anida en el fondo de toda alma sensible.

Incluso -o sobre todo- en la de quienes llevamos en la sangre el incurable virus de la relatividad.

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