La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







jueves, 20 de marzo de 2008

Crónica nº 15: Carta abierta a Joaquín Sabina (marzo 2006)

Mira, Joaquín, antes que nada me gustaría aclararte que no tengo nada personal en tu contra. No soy uno de tus admiradores incondicionales, es cierto, pero reconozco que, en general, me gustan tus canciones (algunas de ellas, incluso, me parecen realmente excelentes). Además, tú me caes simpático. De manera que no te predispongas mal hacia mí por estas líneas que te escribo: no me mueve, al hacerlo, ningún fanatismo inquisidor.

Te preguntarás, entonces, a santo de qué las escribo. Pues bien, digamos que lo hago con el fin de denunciar una flagrante injusticia de la que somos víctimas decenas de miles de hombres argentinos. Una arbitrariedad enojosa de la cual -por cierto- no eres el culpable sino apenas la excusa o, en todo caso, el detonante. Me refiero a una serie de ingratas consecuencias que acarrea este curioso fenómeno (¿social?, ¿cultural?, ¿sexual?, ¿sentimental?) que te tiene por feliz protagonista, este amor fervoroso y desbordante que te profesan las mujeres. Me refiero, Joaquín, a ciertas amargas derivaciones de este frenesí femenino colectivo que excede largamente el insatisfactorio argumento sociológico de la relación entre el público y sus ídolos, esta devoción situada a años luz de la histeria que despiertan un Ricky Martin o un Chayanne. Porque, Joaquín, convengamos que lo que esas mujeres sienten por tí es un enamoramiento mucho más sustancioso que una excitación de quinceañeras hacia el galancito de moda.

Ignoro hasta qué punto eres igual al personaje que construiste a través de tus canciones. No sé, tampoco, si la construcción de ese personaje fue algo premeditado o si la cuestión se escapó de tus manos. No importa; en cualquiera de los casos, lo que cuenta es que miles de mujeres te adoran hasta el delirio. ¿Te muestras vago, noctámbulo y atorrante? Ellas te veneran igual. ¿Te dices cínico y escéptico? Ellas te lo perdonan. ¿Te confiesas militante de todos los excesos? Ellas te lo consienten. ¿Te reconoces pecador reincidente? Ellas te absuelven. Peor aún: manifiestan con descarado entusiasmo sus intenciones de ir al infierno contigo.

Como comprenderás, Joaquín, la situación de todos los hombres que no somos tú es radicalmente diferente. Lejos estamos de gozar de los mismos privilegios con que las damas te han ungido. Aquí, en los trabajosos parajes de la cotidianeidad, imitar tu filosofía de vida constituye una osadía que se paga con intereses usurarios. Una noche de parranda escandalosa con amigos puede costar un abandono aún más escandaloso. Un elogio desmedido hacia la delantera de Carla Conte o la retaguardia de Pampita puede despertar impredecibles efectos secundarios. Un comentario sarcástico sobre la vida en pareja o la institución matrimonial puede provocar hirientes reprimendas, más punzantes que un bisturí. Dime, Joaquín, ¿por qué a ti las mujeres te festejan lo que a nosotros nos cuestionan? ¿Por qué suspiran cuando declaras cosas que, puestas en nuestra boca, sólo generarían la más incontrolable de las iras o el desprecio más tajante? ¿Por qué tus vicios son ensalzados como virtudes y los nuestros -que son tan parecidos a los tuyos, fíjate tú qué paradoja- son causales latentes de divorcio? ¿Por qué te prefieren, Joaquín, aunque tú te empeñes en encarnar el manual viviente de los malos maridos?

Podrás decirme que ahí radica justamente el meollo de la cuestión: que tú no eres el marido de todas ellas, y que ellas tampoco te quieren para que lo seas. Ya lo explicó Balzac: "Es mucho más fácil quedar bien como amante que como marido, porque es mucho más fácil ser oportuno e ingenioso de vez en cuando que todos los días". Buen punto, sí, pero las cosas no son tan sencillas. Porque te aseguro que ni aun jugando el rol de amante ocasional podemos aspirar a obtener un beneplácito equivalente. ¿Qué pasaría si intentásemos dibujarle a alguna señorita un corazón debajo de su falda? Seguramente recibiríamos a cambio una contundente bofetada o una denuncia por abuso deshonesto. ¿Y si incitáramos a alguna casada infiel a que utilizar el cristal de su foto de bodas para el último gramo, o le propusiéramos a una dama merendar besos y porros? Nos mirarían horrorizadas, nos insultarían, nos tildarían instantáneamente de abyectos y de enfermos. Y sin embargo a ti, por escribir cosas como éstas, te idolatran. No hay derecho, hombre, no hay derecho.

Un amigo aficionado a incurrir en reflexiones cuasifilosóficas me dijo hace poco, tratando de consolarme, que tal vez las mujeres se entusiasman con tus planteos sólo porque los haces en tus canciones, y no en el contexto de una relación real. Se preguntaba mi amigo cómo reaccionaría cualquiera de tus admiradoras si, al llegar del super protestando por el precio de la carne, tú la recibieras atajando su indignación con un cortante "no me pidas llegar a fin de mes". Tal vez tenga razón; tal vez tu función sea justamente ésa: ocupar el rincón de la fantasía en el corazón de miles de mujeres. Quizás las ayudas a reflotar ilusiones vencidas, a apuntalar secretos anhelos, a vengar íntimas frustraciones. Puede ser; la hipótesis parece atinada. Pero no evita que nos sigan midiendo con distinta vara. Y cualquiera sabe que es imposible competir exitosamente contra las fantasías.

En un par de semanas te irás de la Argentina, y el alboroto que has causado con tu visita seguramente se apagará. Sé, sin embargo, que nuestra incómoda posición no variará en absoluto después de tu partida.
Ellas no se olvidarán de tí, Joaquín.

Ni aunque vuelvas a estar lejos.

Ni aunque pasen diecinueve días y quinientas noches.

Crónica nº 14: Apuntes de un viaje a las Cataratas (febrero 2006)

Visita guiada por la casa de uno

Las dos parejas que acabamos de subir al ómnibus en Santa Fe somos los últimos en sumarnos al grupo. El resto del contingente está integrado por personas que han ido abordando el colectivo a lo largo de un extenso recorrido iniciado en San Nicolás. Para ellos, la circunstancia de pasar por Santa Fe y conocer el Túnel Subfluvial forma ya parte del paseo. De manera que, apenas abandonamos la Terminal de Ómnibus rumbo a Paraná, el coordinador se encarga de brindarle a los viajeros la información básica al respecto. Hecho nada fuera de lo común, claro, excepto para nosotros, que vivimos aquí.

La experiencia de ser tratado como un turista mientras se recorren las calles de la ciudad que uno trajina a diario y conoce de memoria oscila entre lo curioso y lo ridículo. Es como hacer una excursión por nuestra propia casa, guiada por alguien que no vive en ella. Resulta inevitable establecer odiosas comparaciones entre nuestra perspectiva de locales y la que -suponemos- habrán de llevarse los visitantes.

Por otro lado, advertir la existencia de leves imprecisiones en el relato de nuestro coordinador provoca una moderada indignación y lleva, por lógica consecuencia, a preguntarse si acaso esas mismas imprecisiones no se producirán también respecto de otros sitios que uno atraviesa durante el viaje, sin que exista posibilidad alguna de detectarlas, dado el desconocimiento que uno tiene acerca de dichos lugares.

Melancólicamente, confirmo una vez más que buena parte de nuestros conocimientos sobre el mundo está formada por versiones que de él nos brinda otra gente. La subjetividad ajena condiciona nuestro saber.

No hay caso, che. Ni siquiera en plan de vacaciones puedo desligarme del culto a la relatividad.

San Ignacio

Para quien ha sido educado en un colegio jesuita, el tema de las misiones guaraníes guarda connotaciones que resultan familiares. Trae a la mente reminiscencias de remotas clases de Catequesis e Historia en las que se nos explicaba con lujo de detalles las características esenciales de aquel innovador proyecto de evangelización que se llevó adelante entre el siglo XVII y el XVIII. Conocer las Ruinas de San Ignacio, entonces, implica para mí, además de satisfacer mi natural curiosidad, cumplir con una deuda pendiente, nacida veinticinco años atrás.

Son las siete de la mañana e impresiona ver la larguísima cola de gente que espera el inicio del horario de visita. En la boletería, un cartel exhibe la escala de precios. Me llama gratamente la atención comprobar que los mayores descuentos benefician a los estudiantes misioneros, y que la entrada es sin cargo para representantes de comunidades aborígenes.

El paseo me permite conectarme en vivo y en directo con ciertas clásicas postales que he visto en incontables oportunidades. Contemplar el pórtico de ingreso al templo, por ejemplo, me lleva a recordar una de las figuritas "Maravillas" que coleccionaba en mi infancia, y cuyo álbum casi completo -que me obsequiaba el inmediato pasaporte hacia un fascinante viaje por el mundo- aún conservo.

El guía que nos ha tocado es excelente; sabe muchísimo y contesta con creces todo lo que se le pregunta. Sus palabras brindan datos precisos que enmarcan el sabor levemente amargo que experimento al recorrer el lugar y pensar que hubo en América un proyecto alternativo al de la matanza sistemática y la codicia insaciable, un proyecto que pudo haber generado una historia diferente, con menos sangre, con menos venas abiertas, con menos olvido, pero que terminó derrotado (¿como sucede siempre?) por la lógica implacable de un poder que arrancó de cuajo todos sus logros. Allí están, frente a nosotros, los restos doblemente vencidos de algo parecido a una utopía: los testimonios del proyecto trunco y la denuncia muda del saqueo posterior.

"¿Y, sentiste algo especial?", me pregunta Gabriela al final del recorrido, sabiendo de antemano que sí. Sin embargo, lo que predomina en mí al abandonar el predio es esa irritante impresión de obscenidad que me genera la presencia de tantos tantos tantos turistas a los que -un poco por propia intolerancia, y un mucho por experiencia- presumo muy lejos de profesar un real interés hacia las cuestiones históricas.

O acaso ocurra, simplemente, que San Ignacio es uno de esos lugares que a mí me gusta recorrer en soledad.

La guía que no quería serlo

Uno espera que un guía tenga aptitud, es decir, conocimientos y capacidad para transmitirlos con claridad. Pero también espera actitud, es decir, presencia, aplomo, habilidad para conducir un grupo. Sin embargo, ya a primera vista es dable advertir que R., la joven que habrá de servirnos de guía en nuestro paseo por la mina de Wanda, está lejos de cumplir con este último requisito. En el lento recorrido que conduce al colectivo desde la ruta hasta la mina misma, R. no formula ningún tipo de comentario ni introducción; se mantiene atada a una mudez que se me antoja inaceptable. Se la intuye vergonzosa, con nervios, ostensiblemente incómoda en su rol (o tal vez no sea así; tal vez esto sólo resulta ostensible para quienes somos igualmente vergonzosos). Al bajar del micro, la cosa no mejora. R. habla poco, revela no tener mucha facilidad de palabra, lo cual la lleva a incurrir en constantes muletillas que parecen destinadas a rellenar silencios, como una alumna que no sabe bien la lección. Lo poco que explica, no se le entiende, porque su timidez la obliga a hablar bajito. Para colmo, lo que sí se le entiende suena a veces impreciso y hasta carente de fundamento, dejando instalado en quienes la escuchamos un racimo de dudas que nunca serán aclaradas. Terminamos la visita e, increíblemente, R. no se despide. Es nuestro coordinador quien, una vez de regreso en el colectivo, anuncia en su nombre: "R. me dijo que les desea un feliz viaje".

Objetivamente considerado, todo el episodio presta elementos para indignarse. Algunas personas del grupo formulan comentarios sarcásticos sobre la pobre R.. Yo, en cambio, quizás por saber bien de qué se trata eso de la timidez, la imagino encerrada en el baño tras nuestra partida, enojada consigo misma, recriminándose frente al espejo y al borde del llanto: "Otra vez, otra vez no pude hacerlo".

La diferencia está en los sanitarios

Alojarse en Foz de Iguazú es estar en el extranjero sin que se note demasiado. Uno experimenta allí un grado ínfimo de ajenidad. Es obvio que los carteles y anuncios en la calle no están escritos en castellano pero, salvo escasas excepciones, todos resultan comprensibles sin mayor dificultad. Uno siente que la estadía en Foz podría estar transcurriendo en una ciudad de la Argentina. No hace falta comprar reales porque en todos lados aceptan nuestros pesos. No hace falta utilizar el módico vocabulario de portugués turístico que uno carga encima, porque todo el mundo habla español, y si no lo habla, tampoco surgen mayores complicaciones para lograr el mutuo entendimiento. ¿Cuál es el detalle, entonces, que marca inequívocamente que estamos en Brasil y no en nuestro país? Pues nada menos que los baños públicos. No hay un sólo baño brasileño que no luzca impecable o que huela mal. Lo cual -supongo- obedece a una envidiable asociación entre la eficacia de quienes tienen a cargo su mantenimiento y la respetuosa conducta de los usuarios. Algo bastante alejado, por cierto, de uno de los dogmas del ser nacional argentino: la desidia (de ambas partes) hacia los lugares públicos.

Nota de color: en un baño argentino de caballeros, junto al recinto donde está el inodoro, hay un cartelito que reza: "Prohibido pararse sobre la tabla".

Cuesta creer que resulte necesario explicitar determinadas obviedades.

Combatiendo al capital

Me considero un anticapitalista militante. No porque me enrole en las filas de algún partido de ultraizquierda, ni porque aborrezca la propiedad privada, sino porque mi conducta habitual golpea al sistema -aunque el sistema no sienta ninguno de mis modestísimos golpes- en el centro mismo de su perverso andamiaje: no soy un tipo consumista. Por más que los expertos en marketing me bombardeen a diario ofreciéndome una amplísima gama de productos mediante atractivas consignas, no logran convencerme de que la adquisición de los mismos sea una necesidad que debo satisfacer en forma inmediata si es que aspiro a sentirme una persona feliz y exitosa.

Con estos antecedentes, sería razonable preguntarse qué diablos fui a hacer entonces a Ciudad del Este, considerado el tercer centro comercial del mundo después de Miami y Hong Kong. La respuesta debe ser buscada en el siguiente comentario que me hicieron antes del viaje: "Dicen que con cien mangos te comprás un jean, dos remeras y un par de zapatillas". Convengamos que dicha perspectiva sonaba tentadora.
Diluviaba bíblicamente aquella mañana y, para no morir ahogados, tuvimos que agenciarnos unos pilotines descartables que no son más que una colorida bolsa de residuos tamaño consorcio pero con manguitas y capucha. Así fue como, disfrazados ridículamente de profilácticos gigantes, recorrimos las calles atestadas del lugar.

Ha pasado mucho tiempo desde que conocí la ciudad bajo su antiguo nombre de Puerto Stroessner. La avenida de ingreso se ha transformado en una feria gigantesca, plagada de negocios, galerías comerciales, cientos de puestos callejeros y una multitud de vendedores ambulantes. Para los que conocen Santa Fe, podríamos decir que es una mezcla de Parque Alberdi, calle Mendoza y Plaza del Soldado, mucho más abigarrada y multiplicada hasta el ahogo.

En Ciudad del Este todo se vende y todo se compra, desde baratijas hasta pianos de cola. (En un puesto callejero de venta de ropa, por ejemplo, vi la camiseta alternativa de Colón, la blanca, con el logo de Flecha Bus y todo). Lo más buscado por los turistas son perfumes y electrodomésticos importados, y es lógico porque son los productos respecto de los cuales se consiguen mayores descuentos. Un televisor puede costar hasta un 40 % menos que en la Argentina. Claro, el problema para los malheridos bolsillos nacionales es que uno no lleva el 60 % restante encima. Y si lo llevara, ¿por qué habría de gastarlo en un televisor?

Un poco por curiosidad y otro poco para protegernos de la pluvial ira divina, nos metimos en el Mona Lisa, el único shopping de lujo con que cuenta la ciudad. Seis pisos, aire acondicionado central, escaleras mecánicas, oferta de artículos suntuarios tales como alfombras persas, bar donde un cafecito cuesta dos dólares. Una isla situada a años luz de la realidad que se ve en la calle. Estimo que nuestra chorreante presencia debe haber causado una impresión deplorable, porque era notoria la desconfianza -rayana en la indignación- con que nos miraban las empleadas del lugar. Todas ellas rigurosamente blancas y sin rasgos aindiados, of course, no sea cosa que algún desprevenido vaya a creer que estamos en Paraguay.

Por supuesto, no encontramos la ganga que nos habian descripto. La ropa sale más o menos lo mismo que acá. De hecho, las mismas zapatillas que compré en Santa Fe el año pasado a 55 pesos, me las ofrecieron en un local de la avenida .... a 18 dólares. A Gabriela y a mí no nos importó demasiado. Nos consolamos comiendo una exquisita tartita llamada chipá guazú, hecha con harina de mandioca, polenta y queso.
Nos costó un peso a cada uno.

Lo sé, lo sé; tanto desaforado consumo nos va a matar.

Elige tu propia aventura

Recuerdo una vieja película en la que Omar Shariff hace de jugador empedernido y tramposo. Esperando en el casino la hora de empezar a apostar fuerte, mata el tiempo jugando una partida con un par de ancianas muy simpáticas. El tipo las podría desplumar a gusto pero, como es todo un dandy, se deja ganar. Por supuesto, para él la suma perdida es casi una propina, pero para las viejitas semejante guiño favorable del azar constituye un episodio imborrable que habrán de contarle a sus nietos con legítima alegría. Nunca olvidaré la mirada indulgente que Omar Shariff les dedica a las dos ancianas cuando las ve alejarse tan pero tan felices ante la emocionante situación vivida.

Me viene a la memoria esta escena cada vez que en un tour incluyen alguna caprichosa referencia al "turismo aventura". Y es que supongo que la misma mirada indulgente de Omar Shariff se la deben propinar los verdaderos aventureros a aquellos turistas que se sienten Indiana Jones sólo porque andan caminando rodeados de exótica vegetación por un sendero previamente alisado por la mano del hombre para el uso de los visitantes, o navegando un río a bordo de una embarcación conducida por otro, realizando un trayecto que no tiene casi nada de riesgoso. El concepto de aventura tiene que ver con lo imprevisible, con verse obligado a afrontar lo inesperado a cada instante, con desdeñar la seguridad o la comodidad y apostar incluso la propia vida minuto a minuto. Nada más lejos de esto, pues, que las excursiones que suelen diagramarse para el consumo del gran público.

No obstante mis reservas filosóficas acerca de este equívoco conceptual, no debe suponerse erróneamente por ello que yo reniego de este tipo de "aventuras". Muy por el contrario, creo que prestan un beneficio invalorable: nos permiten ver, oler y escuchar las singularidades de ámbitos totalmente distintos a aquellos que solemos transitar durante el resto del año, lo cual siempre es preferible a tener que conocerlos por la vía indirecta de un artículo periodístico o mediante un documental del Travel Channel.

Es una buena forma de comprobar, con nuestros propios sentidos, que hay otras junglas en el planeta además de la que los humanos hemos tejido en las ciudades.

Los gomonautas de la acuapista

Hechas las recientes consideraciones, teñidas acaso de inexcusable escepticismo, diré ahora que la "Aventura Náutica" que se realiza en las Cataratas es una experiencia sencillamente maravillosa. La excursión consiste en navegar durante casi media hora por el río Iguazú a bordo de una de esas embarcaciones semirrígidas conocidas popularmente como "gomón", dotadas de capacidad para veinte pasajeros sentados, debidamente munidos de chalecos salvavidas. La travesía brinda a los viajeros la oportunidad de contemplar las Cataratas desde el agua, empaparse de pies a cabeza cada vez que se pasa exactamente por debajo de algunos de los saltos y regresar al embarcadero haciendo rafting por los rápidos del río.

Como se verá, la excursión posee todos los ingredientes necesarios para el disfrute de cualquier niño. Debe ser por eso que me divertí tanto. Hay pocas cosas tan saludables en la vida como sorprenderse a uno mismo riendo a carcajada limpia, sin racionalizaciones ni pudores.

Inservibilidad de la literatura

De mi primera visita a las Cataratas, producida 26 años atrás, me quedó la certeza de que ninguna foto o filmación logra reproducir cabalmente lo que se ve estando allí. Del mismo modo, el tiempo y mi dedicación a la literatura me enseñaron que la contemplación de ciertos paisajes en vivo y en directo excluye toda posibilidad de traducir en palabras la enorme impresión que provocan. Se puede, sí, apelar a términos trillados como "imponente", "majestuoso" o "espectacular", pero uno, que acostumbra trabajar con el lenguaje, sabe perfectamente que el adjetivo adecuado para calificar maravillas como la de Iguazú no existe.
En esta segunda visita advertí que la cosa va más allá de la mera "imposibilidad" de hacer literatura con las Cataratas. Más estricto sería decir que se trata de una cuestión de "innecesariedad". Tanta hermosura no admite la defectuosa intermediación del lenguaje. Adosarle palabras a tamaña belleza natural equivale inevitablemente a afearla. No hay espacio posible para metáforas. ¿Qué arte puede reflejar la esplendidez de lo que uno está viendo? La única actitud válida y honesta sería arrodillarse, abrir los brazos y agradecer. Así que, señores, dejemos de lado todo lo que nos distraiga del disfrute. Fuera, fuera la literatura. Que la brisa envuelva nuestras caras y el agua nos salpique las remeras.

Que los ojos y el alma se llenen de paisaje.

Crónica nº 13: La carta de Antonella (diciembre 2005)

Aclaración previa:

Marta Goddio es docente en la Escuela nº 46 "Bernardino Rivadavia" de la localidad de Candioti (ubicada unos 20 km. al norte de la ciudad de Santa Fe). A lo largo del presente año lectivo, y en ejercicio de una tarea tan paciente como amorosa, Marta propuso a sus alumnos de 4to año EGB (un grupo de 15 niños/as de 9 y 10 años). un abordaje interdisciplinario de dos obras literarias: la novela "Lambrusco", de Horacio Rossi, y el cuento "Paralelas", de un servidor. Su iniciativa tuvo tal repercusión entre los chicos, que los resultados obtenidos superaron ampliamente sus propias expectativas iniciales, y nos han dejado perplejamente maravillados a los dos autores involucrados.
El pasado sábado 10, Horacio y yo fuimos a Candioti, especialmente invitados al acto de fin de año organizado por la escuela, en cuyo transcurso los chicos de 4to llevaron a cabo una ingeniosa representación teatral de mi cuento. Mucho se podría hablar acerca de la amabilidad que nos brindó la gente del pueblo, de la notable tarea desarrollada por Marta, o de las desbordantes muestras de cariño que recibimos de parte de los chicos (Lucas, por ejemplo, se abrazó a mis largas piernas y a las de Horacio y, con su carita iluminada por la alegría, le dijo a su maestra "¡Conseguí dos amigos!"). Pero lo que me mueve a escribir estas líneas es una anécdota maravillosa que paso a compartir con ustedes.

La carta de Antonella
Los chicos de 4to habían leído y releído mi cuento "Paralelas", lo habían comentado y debatido, habían trabajado con la maestra de Plástica sobre la historia que en él se narra, plasmando en pequeños dibujos y grandes láminas lo que el cuento les sugería. La señorita Marta propuso entonces que me escribieran cartas para invitarme a que los visitara, para contarme las sensaciones que les había dejado la lectura, y para hacerme los comentarios y/o preguntas que se les ocurrieran. Inmediatamente y con gran entusiasmo, todos los chicos se pusieron manos a la obra. Todos... menos Antonella, que retorcía nerviosamente su birome y no lograba pasar del primer renglón. Intuyendo que algo raro ocurría, la señorita Marta se acercó a ella y le preguntó si había algún problema. Sin mirarla, la nena se limitó a menear la cabeza en sentido negativo. No conforme con esa respuesta gestual tan poco convincente, la señorita Marta volvió a preguntarle si le pasaba algo. Entonces, Antonella no aguantó más y rompió en llanto. Después, levanto sus ojitos llorosos y, entre sollozos, explicó:
-¡Es que no sé qué palabras usar para decirle que lo quiero mucho!

Crónica nº 12: De las dificultades para escribir boleros cuando se es una persona relativa (noviembre 2005)

miente /
como mienten /
todos los boleros

Joaquín Sabina
"La canción de las noches perdidas"

A decir verdad, escribir canciones de amor no es demasiado difícil. Al margen de las complejidades que pueda generar el ajuste de la letra a la música, o la correcta utilización de las reglas gramaticales (y esto último, hasta por ahí nomás), el secreto del asunto consiste en que el autor vuelque sus sentimientos en alguno de estos moldes preeestablecidos, a saber:
a) te quiero, te tengo y soy feliz
b) te quiero, no te tengo, y soy feliz porque sé que voy a tenerte
c) te quiero, no te tengo y sufro porque no sé si voy a tenerte
d) te quiero, no te tengo y sufro porque vos no me querés
e) te quiero, alguna vez te tuve y sufro porque ya no te tengo
f) ya no te quiero

Por supuesto, los resultados de la experiencia artística variarán según el talento del creador. Convengamos que hay un abismo entre escuchar a Serrat ensalzando a Lucía y escuchar a Los Auténticos Decadentes acosando a Raquel. O entre la sutileza de Pablo Milanés al momento de eternizar a Yolanda, y la amenaza caníbal proferida por Los Nocheros cuando anuncian "voy a comerte el corazón a besos" (dicho sea de paso, qué sublime sarcasmo sería escuchar alguna vez esta canción integrando la banda de sonido de alguna película de la saga de Hannibal Lecter...).

Sin embargo, más allá de estas variaciones estéticas, hay un elemento esencial del cual una canción de amor no puede prescindir, a riesgo de perder su esencia y encanto: se trata de la enunciación de los sentimientos de su autor en términos absolutos. La ortodoxia romántica excluye la duda, la ambigüedad, la tibieza. La aceptación de una canción de amor como tal depende precisamente de lo contrario: de la exaltación de lo imposible, de la exageración de lo posible. El cariño o el desprecio no admiten medias tintas; deben ser apasionados y contudentes. Los plazos no permiten retaceos: urgencia y eternidad son las consignas (¿en cuántas canciones se repite el verso "te amaré por siempre"?). Estar con el ser amado equivale al paraíso, al éxtasis, a "tocar el cielo con las manos". No tenerlo cerca, en cambio, o haberlo perdido, equivale al infierno, la desesperación, la muerte, a "me falta el aire si no estás". El vocabulario de las canciones de amor exige proliferación de "siempre", "nunca", "todo" y "nada". Lo gris no existe; es todo blanco o negro. Y este es un dogma que no soporta herejías.

Pues bien, frente a semejante panorama, ¿qué hacemos entonces los herejes? Es decir, las personas relativas. Es decir, aquellos individuos que creemos que la rica esencia del ser humano no radica tanto en los extremos sino en su casi infinita gama de términos medios. Aquellos sujetos -por lo general, bastante escépticos- en los que la racionalidad prima sobre las emociones (lo cual no significa que carezcamos de ellas). Aquellos que nos sentimos más atraídos por los laberintos de la incertidumbre que por el equívoco fulgor de las -posiblemente falsas- certezas. Aquellos que, al ser interrogados sobre cualquier cuestión, solemos iniciar nuestra respuesta con un lacónico "depende...". Aquellos que, por temperamento, convicción o experiencia, miramos las pasiones de reojo y con cierto recelo; tanto, que llegamos a padecer sentimientos de culpa si por descuido pronunciamos un "nunca" o un "siempre" con imperdonable ligereza. Siendo honestos, parece que no se puede escribir boleros cuando uno lleva en la sangre el incurable virus de la relatividad. Siendo honestos...

En una de sus canciones, Joaquín Sabina denuncia que todos los boleros mienten. Por cierto, no constituye ésta ninguna escandalosa revelación. Puestos a reflexionar un poco sobre el asunto, resulta fácil advertir que, indiferente por completo a los alardes de grandilocuencia perpetrados una y otra vez en las canciones de amor, la realidad se obstina en no querer adecuarse a los boleros. Los que se juraron amor eterno se separan. Los que sólo ansiaban las dulces caricias del ser amado pueden, años más tarde, terminar reclamando fieramente la mitad de los gananciales como si fueran un botín de guerra. Los que se sentían morir ante la ausencia del otro no tienen el menor empacho en reemplazarlo más velozmente de lo que hubiesen imaginado. ¡Si hasta Pablo Milanés se divorció de Yolanda! (y de las dos esposas que le sucedieron, también). Estrellados contra la experiencia concreta, los planteos amorosos absolutos terminan, entonces, desnudando su esencia de despropósitos. Y a eso, los relativos lo sabemos. No sólo que lo sabemos; es un dato que no podemos obviar.

Podríamos tender aquí un venenoso manto de sospecha y preguntarnos si los que escriben boleros son personas absolutas que están convencidas de lo que dicen, o si en realidad son individuos relativos que mienten descaradamente. Me inclino a pensar en la primera opción. Y no porque mi visión acerca de la ética humana sea candorosa (nada más lejano a mi pensamiento), sino porque me consta que los relativos nos llevamos muy mal con las mentiras. No nos salen, justamente por falta de convicción. Se nos nota la impostura, el exceso retórico, el fleco del disfraz. Los relativos no nos podemos engañar ni queriendo; ¿cómo podríamos engañar a otros, entonces?

De todos modos, en el fondo las dos opciones planteadas son irrelevantes. La clave de la cuestión no es la buena o mala fe de quienes construyen canciones con mentiras, sino la predisposición de quienes las escuchan a creer en lo que esas canciones dicen, la relación de complicidad que se establece entre quien miente y quien cree en la mentira (o al menos juega a creer en ella). En tal sentido hay, entre absolutos y relativos, la misma distancia que existe entre un creyente y un ateo. Tengo una amiga que, cada vez que me habla de su flamante novio me dice, extasiada, "esta vez estoy segura; es el amor de mi vida". Se lo he escuchado decir unas seis o siete veces en los últimos quince años. Pero, eso sí, cada vez que pronuncia las palabras mágicas, lo hace con una convicción inquebrantable. A mí, en cambio, su cíclica renovación de ilusiones me lleva a recordar ese melancólico dogma de la relatividad que escribió William Faulkner: "lo más triste del amor no es que no dure siempre, sino que la desesperación que produce se pueda olvidar tan pronto". Por supuesto, mi amiga -¿hace falta aclararlo?- es una absoluta que adora los boleros.

La ortodoxia romántica tiene buena prensa y es lógico: su atractivo inigualable consiste precisamente en ser agradable al oído. Pero, dado que la experiencia concreta de las relaciones amorosas transita por andariveles muy diferentes a los propugnados en las canciones, tomarse a éstas al pie de la letra conduce fatalmente a fuertes decepciones. Desde esta perspectiva, cabría conjeturar ¿por qué no escribir entonces boleros sinceros? ¿Por qué no promover que las canciones reflejen la realidad amorosa sin maquillarla? ¿Por qué no despojarlas de los deformantes ornamentos del romanticismo ortodoxo y limpiarlas de esas mentiras que denuncia Sabina? Explicitemos nuestras ambigüedades, confesemos nuestras dudas, enarbolemos sin vergüenza nuestra falta de certezas, expresemos nuestros miedos. Limitemos el margen de error en la interpretación de los discursos amorosos, derribemos esas promesas adocenadas, tan atractivas como imposibles de cumplir. Escribir canciones de amor relativas sería, sin duda, una importante contribución al mejoramiento de las relaciones interpersonales.
Ahí está, por ejemplo, Fritz Perls, mostrándonos el camino con su famosa "Oración gestáltica": "Yo hago lo que hago, tú haces lo que haces. No vine a este mundo a cumplir tus expectativas. Tú no viniste a este mundo a cumplir las mías. Yo soy yo. Tú eres tú. Si por suerte nos encontramos será maravilloso. Si no, no tiene remedio".

Me dirán que semejante declaración de principios es tan cálida como un cubito de hielo. Me dirán que cuesta imaginar a Luis Miguel entonando estas palabras frente a un enfervorizado auditorio femenino. Me dirán que los ideólogos de esta postura corren el riesgo de asemejarse peligrosamente a los Refutadores de Leyendas de los que habla Dolina. A todos estos atendibles argumentos opondré que, si las cosas estuvieran así de claras desde el primer momento, seguramente el índice de fracasos amorosos disminuiría en forma considerable.

Reconozco, eso sí, que difícilmente esta propuesta pueda llegar a gozar de gran popularidad. Las canciones de amor, tal como las conocemos, tienen un encanto irresistible. Aunque mientan. O quizás justamente por esa misma razón. Después de todo, esa añoranza de vivir en un mundo rosa regido por las letras de boleros anida en el fondo de toda alma sensible.

Incluso -o sobre todo- en la de quienes llevamos en la sangre el incurable virus de la relatividad.

Crónica nº 11: La perspectiva histórica y sus trampas (noviembre 2005)

El pasado 25 de octubre, a los 92 años, murió Rosa Parks, la mujer negra cuya pequeña gran rebelión individual derivó impensadamente en una lucha colectiva que, años después, consiguió desarticular la legislación racista imperante en los Estados Unidos.

Vale la pena repasar brevemente los hechos. Una tarde de diciembre de 1955, mientras regresaba a su casa en un autobús urbano de la ciudad de Montgomery, el conductor le exigió a Rosa que se levantara y le cediera su asiento a un hombre blanco que acababa de subir. Ella se negó a cumplir la orden. Como semejante conducta violaba la ley vigente en el estado de Alabama, su inédita y osada decisión le valió un arresto y una multa. Pero su detención motivó la reacción generalizada de la comunidad negra de Montgomery, que canalizó su protesta a través de un férreo boicot a las empresas locales de transporte, medida ésta que se prolongó durante 381 días. La revuelta -uno de cuyos líderes fue un hasta entonces poco conocido pastor bautista llamado Martin Luther King- marcó el inicio de una serie de crecientes reclamos en favor de los derechos civiles de los negros, que culminó en 1964 con la sanción de la ley que prohibió la discriminación racial.

Medio siglo después de aquel episodio fundacional, la muerte de Rosa Parks ha provocado a nivel mundial una catarata unánime de elogiosos conceptos sobre su personalidad y un amplio abanico de cálidos homenajes a su emblemática figura. Que esto ocurra es, además de justo, totalmente lógico. Y es que, en nuestros días, los derechos civiles de los negros se encuentran debidamente aceptados, institucionalizados y salvaguardados. Solamente un troglodita -que, por cierto, siguen existiendo en todas latitudes- podría cuestionar hoy la validez e importancia de aquel valiente acto de desobediencia.

Son las ventajas que otorga la perspectiva histórica. Es fácil valorar las transformaciones sociales y políticas cuando una sociedad ya las tiene incorporadas a su acervo cultural, cuando la gran mayoría de los ciudadanos acepta lo que alguna vez fue conflictivamente resistido. Por supuesto, no viene mal que así sea. Desde este punto de vista, la mirada retrospectiva nos devuelve una imagen alentadora de nosotros mismos, permite comprobar que -al menos en algunos aspectos- la raza humana ha evolucionado en forma considerable.

El problema es que esa misma perspectiva histórica nos tiende sutiles trampas en las que solemos caer con inquietante inocencia. La perspectiva histórica nos hace sentir que no estamos involucrados en ciertos acontecimientos, como si fueran enteramente extraños a nosotros. Nos muestra conflictos como si nada tuvieran que ver con el presente, como si sólo fueran cadáveres disecados con mayor o menor destreza. Nos libera de responsabilidades y de culpas. Por sobre todas las cosas, nos regala la ilusión de creer que indudablemente pertenecemos al bando correcto.

Si lográramos esquivar esas trampas, empezaríamos a dudar. Nos veríamos obligados -por ejemplo- a preguntarnos con una mano en el corazón si, en caso de haber estado viajando en aquel autobús, habríamos salido a proteger a Rosa, o si en cambio habríamos permitido que se la llevaran detenida por alborotadora. Y si no hubiésemos compartido aquel histórico viaje, ¿realmente habríamos valorado el heroísmo de su gesto en 1955, tal como lo valoramos hoy?

Podríamos remontar siglos y siglos hilvanando interrogantes en idéntico sentido. ¿Habríamos alzado nuestra voz para defender a ese tal Jesús que se peleaba con los mercaderes en el templo, o habríamos hecho cola para exigir indignados que se aplicara mano dura con aquel peligroso revolucionario? ¿Habríamos organizado una manifestación en favor de Galileo, o nos habríamos reído de aquel loco que suponía que la tierra se movía? ¿Le habríamos prestado nuestro oro a Colón para financiar su utópico viaje hacia las Indias, o le hubiésemos cerrado la puerta en las narices a aquel insensato que osaba afirmar que la tierra era redonda? ¿Habríamos impedido que quemaran a Juana de Arco o a Giordano Bruno, o nos hubiésemos sentido aliviados al comprobar cómo las purificantes llamas de la Inquisición mantenían a salvo el orden preestablecido que tanta comodidad nos brindaba?

Pero no se trata aquí de hacer especulaciones sobre lo que pudo haber pasado y no pasó (después de todo, como no estuvimos allí, nunca sabremos cuál habría sido en verdad nuestra reacción). Se trata exactamente de lo contrario; se trata de plantear una revisión honesta sobre lo que ocurre aquí mismo, a nuestro alrededor, hoy. Repensar cuál es la actitud que tomamos a diario frente a aquellos cuya mirada sobre el mundo cuestiona, contradice o desafía la nuestra. Preguntarnos, en suma, en este mismo día en que recordamos con admiración la valentía de Rosa Parks, a cuántas Rosas Parks despreciamos, maldecimos o ignoramos cada vez que salimos a la calle.

Convendría utilizar las enseñanzas de la perspectiva histórica, no sus trampas. Convendría admitir la posibilidad de que quizás en esos reclamos actuales que nos mueven el piso y nos incomodan se encuentren las semillas de ciertas verdades que en el futuro resultará inconcebible negar.

Convendría no olvidar que la Historia es una película donde -aunque nos guste pensar lo contrario- muchas veces solemos ponernos del lado de los malos.

Crónica nº 10: De ilusiones rematadas (agosto 2005)

Días atrás, tuve oportunidad de ver "Se rematan ilusiones", asombrosa película argentina que narra las desventuras de José Luis, un joven soñador que inventa un método para fabricar bolsas para acopiar cereales, tan resistentes como las bolsas importadas (únicas existentes en el mercado), pero mucho más económicas. El primer escollo que debe enfrentar José Luis es la dificultad de encontrar ayuda financiera. Su padre se opone a la iniciativa, no admite que su hijo se involucre en un proyecto de incierta concreción en lugar de aceptar la seguridad del empleo público que él mismo le ha conseguido. Fuera de su casa, no le va mejor: nadie quiere arriesgarse invirtiendo en una empresa que no garantiza ganancias. El consejo unánime que recibe el protagonista a lo largo de su infructuosa recorrida es contundente y desalentador: "no te metás, pibe".

Cabeza dura como todo soñador, José Luis apela a un recurso extremo para conseguir su objetivo: una tarde se trepa peligrosamente a una larga antena y logra así que una multitud de curiosos se congregue a sus pies. Entonces, desde las alturas, mientras el viento amenaza con hacerlo caer, el joven arenga a la muchedumbre con un discurso impactante y conmovedor, cargado de idealismo. Con toda la vehemencia de la que su convicción lo hace capaz, José Luis reclama que la sociedad no le dé la espalda a la juventud, reivindica a los gritos el derecho a ensayar opciones creativas, cuestiona la decisión de quienes prefieren abandonarse a la comodidad de un puestito en el Estado, fustiga la mezquindad de los grupos económicos que eligen seguir alimentando al capital extranjero antes que apostar al desarrollo de la industria nacional. Por los comentarios que generan sus encendidas palabras, queda claro que la mayoría de los que están agolpados en la calle escuchándolo, sólo ve en él a un loco que está subido a una antena y no entiende el hondo sentido de su mensaje. No obstante, su prédica rinde sus módicos frutos: para convencerlo de que se baje, un senador le ofrece un subsidio.

Con ese mínimo adelanto, el proyecto se pone en marcha. José Luis y un puñado de entusiastas amigos instalan su modesta fábrica de bolsas y comienzan a producir. Sin embargo, deben enfrentarse ahora a un nuevo problema: hasta que el ente administrativo correspondiente no otorgue su aprobación respecto de la calidad de las bolsas, éstas no podrán salir a la venta. El trámite, le informan, llevará al menos tres meses.

Desesperado, José Luis trata de explicar que su emprendimiento no admite semejante margen de espera, pues hay numerosos compromisos financieros que debe cumplir en breve. Su reclamo es vano; el burócrata de turno le muestra una estantería atestada de expedientes: todos están en lista de espera antes que el suyo.

Mientras tanto, enterada de la potencial amenaza a sus intereses, la empresa importadora que posee el monopolio de la venta de bolsas a las empresas cerealeras, empieza a mover sus tentáculos. Paga todas las deudas de su minúscula competidora, se convierte de ese modo en su único acreedor y comienza a presionarla exigiendo lo imposible. La habilitación estatal no llega a tiempo. Asfixiada, la flamante Pyme no puede hacer frente a las deudas y sus instalaciones, luego de ser embargadas por la empresa monopólica, van a remate.

Se sabe, no está bien visto contar el final de una película a aquellos que no la vieron, de modo que no voy a incurrir en tal imprudencia. De todas maneras, con lo hasta aquí narrado alcanza y sobra para advertir que el argumento no tiene nada de original. La película no exhibe ningún costado desconocido de la realidad argentina, no hay en ella ningún conflicto que no se pueda encontrar en cualquier diario o noticiero. ¿Por qué tomarse el trabajo de dedicarle estas líneas, entonces?
Solamente para compartir este dato: "Se rematan ilusiones" fue filmada... en 1944.

Crónica nº 9: Alegría en rojo y negro (mayo 2005)

Llegan en autos, en camiones, en colectivos. Llegan en sus bicicletas, después de pedalear más de cincuenta cuadras. Llegan a pie desde barrios lejanos, como en una peregrinación, no a causa de místicos fervores, sino porque no hay moneda alguna en sus bolsillos. Llegan en barra, solos, con la familia. Llegan ofreciendo el brazo amable a la abuela, abrazando a su pareja, cargando sobre los hombros a niños de ojos asombrados. Llegan y se ubican donde pueden, avanzan hasta donde el muro de gente se los permite. Se van amontonando frente a la sede del club, hasta transformarse en ladrillos de un dique humano que se extiende de vereda a vereda, a lo largo de más de una cuadra, interrumpiendo el tránsito de la J. J. Paso.

Hay banderas, camisetas, gorros, vendedores, cantos, olor a choripán. Pero esta noche no hay partido. Nadie entrará a la cancha. Los que han venido -¿15.000?, ¿20.000?- no esperan gritar goles ni aplaudir gambetas. No hay rival a vencer, ni puntos por ganar. La leyenda no será puesta a prueba; no hay ningún elefante a tiro con posibilidades ciertas de morir en ese estadio que hoy, desde las sombras, parece espiar la situación con una mirada algo celosa. Nadie les ordenó que vinieran. Nadie indujo ni organizó su llegada. Nadie les vendió falsas promesas de felicidad o bienestar. Nadie compró su voluntad ni tampoco la alquiló. No pretenden llevarse nada. No habrá discursos, regalos, escenario con famosos, ni fuegos artificiales. No esperan recompensa; han venido a dar. Sólo están allí por el amor incondicional que sienten hacia esos dos colores, un amor a prueba de decepciones, marcado por una fidelidad inexpugnable que ninguna derrota logra mellar. Los mueve la alegría más pura, esa felicidad tan incontaminada que hasta sirve de desagravio: un río alegre de gente se instala en el mismo sitio por donde hace dos años irrumpió otro río de muerte y desolación.

Han venido, simplemente, a esperar que llegue la medianoche, atraídos por el hechizo irresistible de los números redondos. Saben que tienen una cita con la historia y que el plazo se está acortando. Por eso miran el reloj a cada rato, como cuando el equipo va ganando uno a cero, pero esta vez sin temores ni fantasmas. Un locutor habla por un micrófono y parece arengar a la muchedumbre. La mayoría no logra entender lo que dice: sus palabras se disuelven en el bullicio general, ocultas sin remedio por las cumbias que llegan desde la esquina de Bulevar Zavalla. No importa, no hace falta ninguna incitación al festejo. Los gritos y los cantos surgen solos. Desde el oeste, el repique de alguna murga desgrana un latir de candombe. Las banderas rojinegras flamean sin cesar, acariciando la noche suavemente. El último minuto del miércoles se va desdibujando y la ansiedad resulta incontenible. Cien años de historia concentrados en un sólo momento que está a punto de llegar. ¿Habrán imaginado esta postal los muchachos fundadores aquel 5 de mayo en El Campito? ¿Lo habrán soñado los once jugadores que, con su triunfo ante el rival de idénticos colores, aseguraron para siempre el derecho a usar la camiseta sangre y luto? No hay forma de saberlo, ni tiempo para distraerse ensayando hipotéticas respuestas. La única certeza está aquí, bailando entre la gente, en este exacto instante en que las convenciones de los calendarios decretan que hay que asignarle al paso del tiempo una nueva cifra.

La multitud agolpada en la calle genera una ovación unánime y aplaude. Hay gritos, y vivas, y bombas, y un "Que lo cumplas feliz" coreado desordenadamente por miles de voces, con más entusiasmo que afinación. Hay quien se emociona y derrama alguna lágrima. Hay quien no para de saltar. Hay quien extiende sus brazos al cielo y exclama, conmovido: "¡Gracias por todo, Colón!". Y en una involuntaria demostración de armonia política, sucesivamente surgen, estruendosos, los dos emblemáticos gritos de aliento: el "Dale Colón", con música de marcha peronista; el "Dale Negro", con música de marcha radical. Leves variantes litúrgicas de una misma religión.

El minuto histórico ha pasado. Eso era todo; sólo había que estar. Ahora no hay nada más que hacer aquí. La fiesta se empieza a disgregar en miles de partículas y se desparrama por las calles de la ciudad.

Se van en autos, en camiones, en colectivos. Se van en sus bicicletas, sabiendo que tendrán que pedalear más de cincuenta cuadras. Se van a pie hasta barrios lejanos, como en una peregrinación, porque no hay moneda alguna en sus bolsillos.

Acunados por el concierto de bocinas, se van contentos. Y, por esta noche, eso alcanza y sobra para sentir que la vida, a veces, también puede ser muy bella.

Crónica nº 8: Del lenguaje como medio de incomunicación (marzo 2005)

Cuando decimos algo, en la cabeza de quien nos escucha no se dibujan las mismas imágenes que en la nuestra. La mayoría de las personas suele no tener en cuenta esta obviedad; sin embargo, esa discordancia de visiones mentales es la causa de la incomunicación esencial que aqueja a los seres humanos.

Claro está, cuando tal divergencia versa sobre cosas concretas, no se generan, en principio, mayores problemas para el mutuo entendimiento. Si al nombrar la palabra "perro", yo evoco al cachorro lanudo con el que jugaba en mi infancia pero mi interlocutor piensa en el esbelto doberman que vigila su jardín, la esencia de lo que quise expresar resulta igualmente transferible, independientemente del matiz individual que el otro y yo le asignemos a lo dicho. Del mismo modo, si yo cuento que me subí a un "auto", poco importa que quien me escucha piense en un vehículo de marca, modelo y color diferentes al de la anécdota real. Lo relevante es que pude comunicarme: el otro me entendió.

Los inconvenientes comienzan, en verdad, cuando nos deslizamos hacia el sinuoso terreno de las subjetividades. Por ejemplo, cuando nos ponemos a calificar. Una misma casa puede ser "acogedora" para mí y "poco funcional" para el otro. Un libro que considero "maravilloso" puede resultarle al otro mortalmente "aburrido". Una comida puede estar "muy salada" para mi gusto, y saberle "sosa" al otro. La "mejor película que vi en mi vida" puede parecerle al otro "cursi" o "mediocre". Y así, ad infinitum.

Frente a esta incompatibilidad de apreciaciones pueden suceder dos cosas. Si aquello de lo que estamos hablando está a mano (o al menos ambos lo conocemos), surgirá entonces el desacuerdo, la discusión y, eventualmente, el enojo. Si, en cambio, no hay testimonios materiales disponibles que acrediten mi relato, lo más probable es que, en función de mis adjetivaciones, mi interlocutor se lleve una idea totalmente diferente acerca de aquello que pretendí transmitir. En ese caso, no sería extraño que ni él ni yo nos enteráramos jamás de este equívoco y que marchásemos por la vida convencidos de haber estado de acuerdo sobre algo de lo que, en realidad, nunca hablamos. Sinceramente, no sé cuál de las dos hipótesis es más temible.

Ahora bien, cuando la conversación refiere a temas más abstractos -ideas, sentimientos, valores-, cuando de lo que se trata es de intercambiar las miradas de cada uno sobre el mundo que nos rodea, el lenguaje suele constituir una trampa insalvable.
"Lo importante en la vida es ser feliz", se proclama. "Te amo", se declara. "Exigimos justicia", se reclama. "La única verdad es la realidad", se recita. Suena fácil de entender. Vista la cuestión con ingenua liviandad, los conceptos vertidos parecen transparentes, y hasta podríamos caer en la tentación de pensar, con entera buena fe, que estamos en un todo de acuerdo con lo dicho.

Pero las cosas no son tan sencillas. El reino de lo humano es fatalmente subjetivo. Somos piezas de un ajedrez monumental y -con suerte- apenas si podemos ver (y no necesariamente entender) la minúscula porción de tablero en que nos toca movernos. Pero miramos ese retazo de universo que habitamos y nos da por pensar que conocemos el mundo. Soberbiamente, generalizamos lo particular, transformamos en ley universal nuestra experiencia personal. Y entonces decimos "ser feliz", "te amo", "justicia", "verdad", "realidad", con tanta convicción como imprudencia, atribuyéndole a nuestra prédica una transparencia que, definitivamente, no posee. Nombramos las mismas cosas, sí, pero cada uno está pensando en algo diferente. Por lo tanto, a poco de raspar esa cáscara de aparente comprensión, los malentendidos quedan puestos en evidencia, uno tras otro, en inagotable catarata. ¿Cómo saber, a ciencia cierta, de qué habla el otro cuando dice lo que dice? ¿Qué es "ser feliz"? ¿Acumular bienes o despojarse por completo de ellos? ¿Someter al prójimo, o tender a ayudarlo? ¿Hacer lo que se quiere o querer lo que se hace? ¿Y qué es "el amor"? ¿La pasión arrasadora o la ternura que brota en lo cotidiano? ¿El impulso irreflexivo que se agota en poco tiempo, o la lenta construcción que apunta al largo plazo? ¿Los celos posesivos, o el respeto por la libertad del otro? ¿Y qué es "la justicia"? ¿La que se atiene a las pautas del sistema vigente, o la que va más allá y propone un cambio en las reglas del juego? ¿Imponer una sanción ejemplificadora, o brindar la posibilidad de redención? Y si nos atrevemos a internarnos en planteos metafísicos, ¿qué es "la verdad"? ¿Y qué es "la realidad"?

Por supuesto, para todas estas cuestiones -mal que nos pese- no hay respuestas definitivas. Cada cual tiene las suyas, y es natural que así sea (ya lo advirtió Anais Nin: "no vemos las cosas como son; vemos las cosas como somos"). Hay tantas perspectivas sobre algo como sujetos que lo miran. El problema es que elevamos la nuestra a la categoría de verdad objetiva. Y no porque creamos que es la mejor, sino porque, por lo general, directamente somos incapaces de pensar que existen otras.
Como podrá advertirse, cuestionar la eficacia del lenguaje como herramienta de auténtica comunicación entre las personas nos lleva a intuir que estamos sumidos en una gigantesca tragicomedia de enredos, un interminable juego del "teléfono descompuesto" que no resulta nada gracioso, un constante diálogo de sordos en el que incluso hasta hay lugar para una descomunal paradoja: la de que quienes sostienen posturas irreconciliables lleguen a formular discursos tan similares entre sí, que hasta podrían ser intercambiables (piénsese, sino, a título ilustrativo, hasta qué asombroso punto se asemejan las peroratas de EE.UU. y Bin Laden).

Quizás en algunos siglos o milenios nos asista el don de la clarividencia, o tal vez logremos desarrollar una capacidad perceptiva más amplia que la actual. Por el momento, no vendría mal empezar por desconfiar un`poco de nuestra propia retórica. Puede que así, lentamente, vayamos descubriendo aquello que los otros realmente están tratando de decirnos.

viernes, 7 de marzo de 2008

Crónica nº 7: Navidades (diciembre 2004)

Atardece, y la peatonal es un vaivén incesante de gente que circula cargando bolsas y paquetes de todos los tamaños y colores. Desde las vidrieras, la figura omnipresente de Papá Noel con sus renos y su trineo incita a comprar regalos. Y los transeúntes se esmeran en obedecer su insistente mandato comercial. Lo curioso es que sus rostros no reflejan signos de felicidad. Parecen preocupados; se muestran apurados. ¿Y la alegría pura del regalar?

"Allá están más baratos", dice una señora por aquí. "¿Viste ése que funciona a batería?", entusiasma un caballero a su hijo por allá. "Má, yo quiero ése", decreta un pequeñín a babor. "Esas Nike son una masa", se engolosina un adolescente a estribor. "A papá las de poliéster no le gustan", le explica a su hija una mujer de finos anteojos negros. Palabras, retazos de conversación monotemática que voy pescando a medida que me desplazo con dificultad entre el gentío.

El viento norte arrastra el sonido de las campanas de la Iglesia del Carmen. Nadie parece escucharlas. Será por eso que suenan casi afónicas, como si supieran de antemano que es inútil, que los humanos que pueblan la peatonal no habrán de recordar debidamente cuál es la razón que dos mil años atrás, originó el inminente festejo. Ingrato destino el de mártir, pienso. Alguien se toma el trabajo de ofrendar su propia vida para salvar a toda la humanidad, y veinte siglos después, los salvados celebran su nacimiento con una orgía consumista-gastronómica a la que ni siquiera lo invitan.

Una promotora muy simpática me sale al paso para ofrecerme, por enésima vez en los últimos diez días, dos celulares al precio de uno. Me pregunto cómo reaccionaría si le contara lo que venía pensando. Desisto de la idea; después de todo la chica simplemente está cumpliendo con su trabajo. Por enésima vez en los últimos diez días, digo que no y sigo mi camino.

Doblo por Lisandro de la Torre hacia el oeste, cruzo San Jerónimo, llego a 9 de Julio, cruzo otra vez, giro hacia el sur. El mismo calor, la misma humedad, otros sonidos. Pero haber dejado atrás a la marea compradora de gesto tenso me brinda una clara sensación de alivio.

Por un costado de la calle avanzan dos chicos. No deben tener más de 10 años. Uno lleva puesta una camiseta de Colón devaluada por sucesivas intemperies; el otro viste una remera que quizás alguna vez fue blanca, pero ahora presenta un color indefinible. Entre los dos, van empujando una mezcla de carrito y carretilla sobre la que viajan, amontonados, algunos cartones y bolsitas de residuos bamboleantes. Paisaje repetido; a nadie sorprende el espectáculo. Yo mismo, al principio, los miro sin prestarles mayor atención. Pero justo cuando pasan a mi lado, escucho que el de Colón le dice al otro: "uh, ¿sabé qué bueno si llegamo a encontrá un tacho grande, todo lleno de basura?". El pibe grafica su ilusión con un movimiento redondeado de la mano, como si acariciara el lomo de un gran animal invisible. Y hasta le brillan los ojitos al decirlo.
Inevitablemente, pienso en el desfile de bolsas y paquetes que acabo de ver en la peatonal. Comparo las expectativas que circulan, paralelas, aquí y allá, separadas por sólo doscientos metros de distancia, y me asombra asombrarme todavía al comprobar la lejanía sideral que divide a las unas de las otras.

Los chicos del carrito-carretilla siguen andando hacia el norte, en busca de su sueño cartonero. Me dejan, sin siquiera sospecharlo, esta flamante tristeza, esta impotencia de saber que no puedo hacer por ellos más que ponerme a escribir este relato.

(Quizás Papá Noel los tenga en cuenta y ponga en su camino las sobras de un almuerzo, un par de zapatillas no tan rotas, o el milagro de un juguete tirado por error
).

Crónica nº 6: Era en abril (noviembre 2004)

Ahí, sobre el escenario, a sólo unos cuantos metros de donde me encuentro sentado, están cantando Juan Carlos Baglietto y Silvina Garré. Juntos, como antes. Como cuando eran y éramos jóvenes. Verlos y escucharlos incita -¿cómo evitarlo?- a una inmediata excursión sensible hacia años idos.

Volver al '82, entonces. Que es, en mi caso -oh, poética casualidad- volver a los 17. Es decir, a Quinto Sociales, a Malvinas, al Mundial de España, al viaje a Bariloche, al cine Ópera y sus películas prohibidas. Volver a ese angustiante no saber qué hacer con la vida de uno a partir del año siguiente, a ese inquietante empezar a vislumbrar el revés de la trama escondido detrás de las cosas. Volver a los discos de vinilo que giran en el Ken Brown, a los primeros cuentos, a mi insaciable voracidad lectora, al sueño de esa novela genial con cuya escritura voy a alterar el rumbo de la literatura universal contemporánea. A esa sensación algo amenazante pero impagable de que todo (pero TODO, ¿eh?) va a suceder más adelante, apenas nos internemos en ese bosque intangible llamado futuro que se extiende ante nosotros con una amplitud tan generosa que roza lo infinito.

Cada una de las notas que baja desde el escenario trae en su sonido el llamado feroz de la nostalgia. Y la tentación de zambullirse en ella de cabeza, de solazarse en el recuerdo con fruición tanguera es enorme, casi irresistible.

Pero no; esta noche le hago trampa a la melancolía y no me dejo arrastrar. Justo en el borde mismo del trampolín, doy media vuelta y me bajo del carrusel del tiempo. Es que de pronto invierto los términos de la ecuación y pienso que lo mágico no reside en que la música me haga viajar hacia el pasado, sino exactamente en lo contrario: en que ciertas canciones que integraron la banda de sonido de mi adolescencia sigan vigentes hoy, veintidós años después, exentas de toda decadencia, inmarcesibles (¿qué otra razón podría explicar, sino, esta presencia a mi alrededor de tantas personas que en 1982 seguramente ni habían nacido?). Baglietto y Silvina allí; nosotros acá, seguimos unidos por las mismas canciones de hace veintidós años. A pesar de todo lo que les y nos pasó. El arte, entonces. Una vez más, el arte y esa facultad maravillosa de permitir la perduración ("algo que permanezca cuando todos nosotros hayamos desaparecido, y mucho después", parece recitarme Hemingway al oído). Sí, eso es lo verdaderamente mágico. He aquí la auténtica razón para asombrarse y celebrar.

La canción termina, y su final impone un súbito corte a mi vuelo inmóvil. La multitud aúlla. El que fui y el que soy aplaudimos conmovidos y felices.

jueves, 6 de marzo de 2008

Crónica nº 5: Pero qué bueno, che (octubre 2004)

(a propósito de cierto viaje...)

Pero qué bueno levantarse un sábado y gambetear a la rutina con un quiebre de cintura mientras una tribuna repleta de llovizna grita "oooole".

Qué bueno sacarle la lengua a las urgencias y largarse por la ruta con la ventanilla abierta para que el viento desdibuje las nefastas muecas lunesaviernesadas.

Pero qué bueno que haya asado, y vino, y amigos, y mate, y torta, y canto, y risas, y música, y poesía, y truco, y fulbito sobre el pasto como cuando éramos chicos.

Qué bueno echarse sobre el verde y dejar que el sol acune tanta, tanta alegría.

Pero qué bueno homenajear a los pulmones con una regia tajada de aire sano.

Qué bueno volver a comprobar, con los propios ojos, que el horizonte es ese renglón combado que se escurre detrás de la arboleda, y no esa línea despareja de cemento que obstruye los crepúsculos.

Pero qué bueno terminar la jornada sabiendo que hemos sumado un recuerdo más a ese inventario final que algún remoto día habrá de salvarnos de la nada.

Pero qué bueno, che, verdaderamente qué bueno esto de andar sintiéndose, aunque sea de vez en cuando, tan entusiastamente vivos.

Crónica nº 4: El precio de la normalidad (julio 2003)

La primera certeza que conseguimos hilvanar los santafesinos después del 29 de abril fue que el concepto de normalidad, tal como lo entendíamos antes de la inundación, se había disuelto por completo. El avance del río canceló nuestra cotidianeidad en cuestión de horas, mutilando rutinas y costumbres, borroneando nuestros puntos habituales de referencia. La anécdota real de quien despertó en medio de la madrugada y, al bajar de la cama, no encontró sus pantuflas, sino un insólito mar que invadía su casa, opera como elocuente metáfora de lo que nos sucedió a los habitantes de Santa Fe. Porque en menos de 48 horas, nos encontramos viviendo en una ciudad desconocida, con otro ritmo, con otras urgencias, con otros sonidos, con un paisaje casi onírico, compuesto por postales inverosímiles. Y en el vórtice de la catástrofe, abrumados por lo descomunal del desastre, sentimos que no habría retorno, que Santa Fe jamás volvería a ser la de antes. O que, en el mejor de los casos, ese regreso a la antigua normalidad llevaría muchísimo tiempo.

Evidentemente, las previsiones fallaron. A dos meses y medio de la inundación, Santa Fe ha recuperado casi todos los síntomas de normalidad. Volvieron las clases, los espectáculos artísticos, las reuniones festivas, los encuentros deportivos. Miles de familias retornaron a sus hogares, los centros de evacuados se despoblaron. Ya no hay gente en los techos de sus casas, ni montañas de basura en las calles, ni helicópteros sobrevolando la ciudad. Conductas cuya sola enunciación a principios de mayo -especialmente a quienes no nos inundamos- sonaba casi a sacrilegio, han vuelto a poblar nuestras horas. El tema de la inundación ha perdido protagonismo; ya no es el eje excluyente de nuestros pensamientos y nuestras acciones.

Una lectura superficial de los hechos podría conducirnos a conclusiones optimistas, tan apresuradas como injustas. Porque basta correrse unos centímetros de la comodidad mental de pensar "por suerte, ya pasó todo", para que surja, insidiosa, una pregunta elemental: ¿qué santafesinos son los que han vuelto a la normalidad? ¿Los que perdieron todas sus pertenencias y ahora deben empezar otra vez de cero pero no tienen con qué hacerlo? ¿Los que, por falta de alternativas mejores, se ven forzados a habitar viviendas virtualmente inhabitables? ¿Los que, además de los daños materiales sufridos perdieron a algún familiar? ¿Los que quedaron traumados por la experiencia vivida y todavía se despiertan a la madrugada en medio de pesadillas acuáticas? ¿Los que infructuosamente claman por un justo resarcimiento? Evidentemente, ellos no. Somos los no inundados los que disfrutamos de ese regreso a la normalidad. Para todos los otros santafesinos, el drama sigue.

* * *

Paradojas del agua, el mismo río que cubrió un tercio de la ciudad, sacó a la luz vastos fragmentos de realidad que desde hacía demasiado tiempo permanecían sumergidos (y no precisamente por el agua). Mejor dicho, no sólo los sacó a la luz, sino que además los arrojó como una bofetada sobre el resto de la ciudad. Fue como si la parte oeste de Santa Fe se elevara y, plegándose sobre una bisagra imaginaria en dirección al este, cayera en forma estrepitosa sobre la "zona de bulevares", provocando temporariamente la forzada yuxtaposición de las dos ciudades: la Santa Fe que todos conocemos y esa Santa Fe oculta que muchos prefieren ignorar. El agua expuso ante los habitantes del centro todas las miserias que éstos nunca habían visto, o que sólo habían visto de lejos, a través de la lente desenfocada del prejuicio y del recelo. De un día para el otro, las estadísticas de la marginalidad dejaron de ser meros números, se humanizaron y adquirieron rostros concretos. Los anónimos protagonistas de oscuras historias de vida se instalaron a la vuelta de la esquina.

Por supuesto, esta inédita convivencia dio lugar a las más variadas reacciones. Hubo quienes mostraron un asombro rayano en la ingenuidad. Hubo quienes ejercieron activamente la comprensión y la solidaridad. Hubo también quienes incurrieron en el desprecio y se dejaron ganar por un pánico exacerbado ante la "invasión". Frente al surgimiento abrupto de esa porción de realidad hasta entonces sumergida hubo una sola actitud que no se pudo adoptar: seguir ignorándola. Era imposible. No había cómo esconderse, ni dónde esconderla.

En ese contexto -motivados, según el caso, por convicción ideológica, por sinceras razones humanistas, por demagogia, y hasta por súbitos sentimientos de culpa- hubo entonces quienes pensaron y declararon que habría un antes y un después de la inundación en la historia de la ciudad, que la catástrofe nos brindaba una inmejorable oportunidad para enmendar errores y fundar una nueva Santa Fe, erigida esta vez sobre bases más solidarias.

Sin embargo, casi tres meses después, da la sensación de que aquello fue sólo un intervalo lúcido. El efecto paradójico del agua ha vuelto a operarse, pero esta vez en sentido inverso: el río se retiró del tercio inundado de la ciudad y, paralelamente, los fragmentos de esa realidad postergada volvieron a quedar tapados. Como antes. Como siempre. Sólo que esta vez, en su retirada, el río sumó a esa realidad nuevas porciones, y ahora hay miles de víctimas más de ese síndrome colectivo de invisibilidad.

Retornar cuanto antes a la normalidad perdida es una aspiración lícita y comprensible, pero el precio no puede ser el olvido. Trescientos mil santafesinos hemos vuelto a la normalidad, sí, pero al costo del retorno lo están pagando los otros cien mil. Ésos que, alejado ya el peligro de estar inundados por el Salado, corren ahora el riesgo de quedar sumergidos por la amnesia y la ceguera del resto.

Crónica nº 3: Magia (noviembre 2002)

(Acerca de la presentación de fin de año de "El Rincón de los Duendes")
(Para Silvia Braun - Para Paula Ferraris)

La noticia no salió publicada en ningún diario. Ni en la radio ni en la TV se habló del tema. Tampoco parece haber rastros del acontecimiento en Internet. Sin embargo, ocurrió; yo sé que ocurrió. El viernes a la noche, hubo magia en Santa Fe.
En una sala de calle Güemes, los duendes tuvieron una fiesta. El público -justo es decirlo- asistió engañado, pensando que se trataba de un acto cultural. Pero cuando las luces del auditorio se apagaron, sobre el escenario apareció un hada madrina rubia y se puso a contar historias. Se desplazaba con pasos sutiles, como si volara, y dejaba tras de sí una estela luminosa. El público, claro, se rindió fascinado ante el hechizo de esta rara mujer y su energía.
¿Corralito? ¿Devaluación? Nadie se acordó de eso.
Después, aparecieron los duendes. Más que aparecer, coparon el escenario con frescura, con prepotencia de trabajo. Uno por uno, arrojaron a la gente sus sueños de papel. Sueños con amores de final feliz y sueños con monstruos tiernos. Y la gente soñó con ellos, se rió, se conmovió, aplaudió. El público, claro, se rindió fascinado ante el hechizo de estos gnomos tan simpáticos.
¿Internas políticas? ¿Negociaciones con el FMI? Nadie se acordó de eso.
El hada reapareció y, dando inicio a un festivo ritual, se puso a bailar junto con los duendes. Era tal la alegría que se derramaba desde el escenario, que la gente, contagiada, hacía palmas y, de alguna manera, se sentía un poco niña otra vez. El público, claro, se rindió fascinado ante el hechizo de estos animados saltos y meneos.
¿Desocupación? ¿Aumento en las tarifas? Nadie se acordó de eso.
Apenas terminó la música, los duendes se evaporaron precipitadamente. En su lugar, surgió de la nada una princesa ansiosa que quería ser mamá. Y junto a ella, una bruja de doble apellido vegetal, dispuesta a brindarle el remedio necesario: una niña que habría de danzar todo lo que ella le pidiera. Y la niña bailó; vaya si bailó. Más que bailar, se colgó de la luna, se puso a hacer piruetas y desde allí regó el aire con su gracia. Y cuando necesitó un compañero para el tango, hizo un gesto de prestidigitadora con sus manos y lo sacó enterito de una de sus mangas. El público, claro, se rindió fascinado ante el hechizo de sus movimientos y, apenas sonó el acorde final, estalló en una ovación irrefrenable y la/los aplaudió a rabiar.
¿Hospitales que se cierran? ¿Corrupción en el Senado? Nadie se acordó
de eso.
El final de la fiesta encontró a todos los protagonistas de la noche compartiendo el mismo ritual de antes. Todos, duendes, hada, princesa, bruja y bailarines se veían felices, plenos, resplandecientes. Los confabulados reían satisfechos, y no era para menos: habían logrado su objetivo de regalarle un encantamiento a la gente. No para hacerla huir de la realidad, sino para invitarla a no olvidar que la realidad se construye también con hechizos como ése.
Las luces volvieron a encenderse y. como si la hubiesen despertado de una hipnosis, la gente abandonó la sala muy contenta, pensando ingenuamente que había concurrido a un hermoso acto cultural.
Sólo yo conservo el recuerdo de lo que en verdad pasó en esa sala de la calle Güemes. Quizás porque -a diferencia del público- yo no existo. Soy sólo otro duende más, escapado de la imaginación de un señor alto y de barba que esa noche estuvo allí. Un señor cuya computadora tomé prestada sin que él lo sepa sólo para poder testimoniar mi agradecimiento.
Porque esa noche -lo juro- hubo magia en Santa Fe.

Crónica nº 2: El humor en los tiempos de la cólera (julio 2001)

Si hay algo que ninguna crisis ha logrado frustrar en nuestro país es la incansable capacidad argentina para generar debates inútiles y superficiales. El último de estos Grandes Temas Nacionales que ha venido a ocupar el centro de la escena, con neologismo incluído, es: la "tinellización" de la política.

A primera vista, la polémica suscitada resulta injustificable. A ningún observador lúcido debería escapar que hay tres ítems que no admiten discusión alguna: 1) hace años que la clase política argentina se viene desprestigiando sola, sin ninguna necesidad de ayuda externa, 2) cualquier ciudadano tiene derecho a expresarse libremente, 3) el humor político en la Argentina tiene una larga tradición. Como se verá, hasta aquí Tinelli gana la pulseada cómoda e irreprochablemente 3 a 0.

Sin embargo, sería peligrosamente miope dejar fuera del análisis ciertas aristas del asunto que permiten hilar más fino. Por un lado, resulta paradójico que esta ridiculización de la clase política sea promovida por un exitosísimo empresario televisivo, es decir, no por un representante de los sectores excluidos del sistema, ganados por la desesperanza y la indignación, sino por alguien perfectamente adaptado a ese mismo sistema impuesto o tolerado por la clase dirigente que él ridiculiza. Uno sospecha entonces -con fundamentos- que semejante andanada mediática se ha puesto en marcha pensando en los beneficios que brinda el rating (y por ende la máquina de facturar), más que por razones ideológicas o consideraciones de tipo ético. Por otra parte, convengamos que las humoradas que pueblan el programa de Tinelli suelen estar emparentadas con una deplorable falta de respeto hacia el prójimo más que con una sana irreverencia crítica manifestada en forma creativa.

Sin embargo, lo importante aquí no es determinar quién es el bueno de la película y quién el malo, ni discernir si alguien tiene o no derecho a criticar al presidente. Plantear la cuestión en esos términos maniqueos y superficiales, no sirve de nada, porque ni la postura paranoica que pretende ver riesgos de desestabilización en una simple parodia, ni la postura demagógica que se ampara en la libertad de expresión para vendernos un nuevo producto, se hacen cargo del verdadero y alarmante problema que está en juego: el desprestigio actual de las instituciones democráticas.

Hay un detalle esencial que, al parecer, nadie se preocupa por aclarar, y es el siguiente: una cosa es la investidura, y otra muy distinta, la persona concreta que circunstancialmente la ejerce en un momento determinado. Esto puede parecer una sutileza meramente semántica, pero no lo es. Cuestionar a los individuos (aunque sea a través de la burla) respetando la investidura significa tener claro que el problema radica en que esos individuos carecen de idoneidad o solvencia moral para ejercer determinada función. En ese caso, estamos aceptando -aunque sea tácitamente- que hay un marco legal dentro del cual se puede intentar modificar la realidad, cambiando a esas personas por otras más capaces. Muy por el contrario, cuestionar a los individuos sin distinguirlos de la función que ejercen termina carcomiendo la confianza en las instituciones que esos individuos representan, y sabido es que cuando los ciudadanos dejan de creer en el valor de la democracia, quienes gustan de fantasear con soluciones autoritarias hacen su negocio.

Curiosamente, ambos bandos enfrentados en la polémica -cada uno a su manera- coinciden en compartir una importante cuota de (ir)responsabilidad sobre este punto. Por un lado, el grueso de nuestra clase política, con sus desaguisados y corruptelas, ha ido minando en estos últimos años la confianza de los ciudadanos en las instituciones del estado de derecho. No es casual que la reacción básica del argentino medio ante cada decepción consista en apelar a generalizaciones fatalistas del estilo "la Justicia en este país no existe", o "el Congreso no sirve para nada", con toda la carga implícita que estos dichos conllevan. Por el otro, Tinelli, en vez de utilizar su envidiable facultad de llegar a millones de hogares argentinos para intentar revertir semejante proceso de deterioro (o al menos, no contribuir al mismo), vuela bajo y saca provecho de éste, aun a costa de darle continuidad. Obviamente, está en todo su derecho pero, siendo perfectamente consciente del impacto que su programa causa en la población, ese enorme poder del que dispone le impide alegar inocencia absoluta.

Por supuesto, mientras la mentada tinellización ocupa espacio en los medios, los problemas esenciales del país siguen sin resolverse. Pero no hay por qué preocuparse: si los conflictos de fondo insisten en salir a la luz para amenazar nuestra comodidad mental, ya vendrán nuevas polémicas a instalarse entre nosotros.

Por lo pronto, en agosto vuelve Gran Hermano.